En toda revolución, los cuadros —esas mujeres y hombres comprometidos con un proyecto colectivo de transformación social— son piezas fundamentales. Son quienes llevan a cabo las tareas más arduas, quienes se enfrentan al desgaste cotidiano de construir desde las bases una nueva sociedad, muchas veces sin condiciones dignas ni reconocimiento institucional. Pero en muchos procesos revolucionarios, especialmente en momentos de mayor dificultad o estancamiento, se ha venido repitiendo un patrón preocupante: la sobreexplotación de los cuadros, seguida por su abandono cuando ya no son útiles o cuando comienzan a cuestionar prácticas que contradicen los principios mismos del proceso.
Los cuadros suelen ser reclutados entre las filas del pueblo, aquellos que han vivido históricamente la exclusión y la injusticia. Su compromiso inicial es genuino, nace muchas veces de la experiencia directa de haber sido liberados de condiciones opresivas gracias al giro político hacia un modelo socialista. Muchos de ellos asumen cargos públicos, misiones sociales, responsabilidades políticas y comunitarias con entusiasmo y dedicación absoluta. Se convierten en multiplicadores de ideas, en gestores de cambios reales, en defensores de una causa que creen justa y necesaria.
Sin embargo, en lugar de cuidar esta base humana, en muchos casos se los utiliza como mano de obra barata y desgastable. No reciben salarios acordes a su labor, carecen de estabilidad laboral, están permanentemente expuestos al agotamiento físico y emocional, y muchas veces deben sacrificar su vida personal, familiar y profesional para cumplir con las exigencias del partido o gobierno.
El problema se agudiza cuando estos cuadros, tras años de entrega, empiezan a mostrar signos de desgaste. Muchos caen enfermos, otros pierden la motivación, algunos incluso empiezan a expresar críticas legítimas sobre la dirección del proceso. Y ahí es donde aparece el otro lado de la moneda: en vez de apoyarlos, escucharlos o integrar sus reflexiones en el debate interno, son marginados, ignorados o simplemente descartados.
No hay redes de protección social real para ellos. Muchas veces, al dejar sus cargos por razones de salud o disidencia, se encuentran sin empleo, sin pensión, sin respaldo. El sistema que ayudaron a sostener los deja solos. Esta situación no solo es injusta, sino profundamente contradictoria con los valores de solidaridad, equidad y humanismo que se supone sustentan al modelo socialista.
Este trato hacia los cuadros no es un detalle menor. Es un síntoma de cómo ciertos vicios burocráticos, clientelares y autoritarios siguen operando dentro de estructuras que se proclaman revolucionarias. La falta de transparencia, la centralización excesiva del poder, la imposición vertical de decisiones, la desconfianza ante la crítica constructiva y la cultura del "parche" (soluciones improvisadas en lugar de políticas sostenibles) van minando poco a poco la base moral y política del proceso.
Lo paradójico es que muchas de las fallas que socavan al modelo no provienen de los errores del socialismo en sí, sino de la persistencia de viejas prácticas heredadas del capitalismo y del autoritarismo: el uso instrumental de las personas, la desvalorización del trabajo político, la desconexión con las bases populares, el culto a la figura del líder indiscutible, la ausencia de canales democráticos reales de participación.
Cuando los cuadros más comprometidos son desechados, el mensaje implícito llega también al pueblo: “tu esfuerzo no importa”, “la lealtad no tiene garantías”, “las voces críticas no tienen lugar”. Esto genera un efecto devastador: despolitización y desmotivación masiva. Las comunidades comienzan a distanciarse de la política, porque ven que quienes más hicieron por el cambio terminan abandonados o silenciados.
La despolitización del pueblo es uno de los mayores riesgos para cualquier proceso transformador. Porque sin pueblo organizado, consciente y movilizado, cualquier avance puede retroceder o convertirse en una fachada vacía.
Si queremos salvar lo valioso de los procesos revolucionarios, es urgente recuperar el sentido humanista y comunitario que debe guiar al socialismo. Eso implica:
- Reconocer y valorar el trabajo político como un servicio social fundamental, dotándolo de condiciones dignas.
- Crear mecanismos de protección social y sanitaria para quienes dedican su vida a la construcción colectiva.
- Promover espacios democráticos internos donde las críticas sean bienvenidas y no castigadas.
- Devolverle protagonismo al pueblo, no como masa electoral pasiva, sino como sujeto activo de la historia.
- Combatir con honestidad los vicios internos, empezando por la corrupción, la burocracia inútil y la reproducción de dinámicas autoritarias.
La revolución no fracasa por su ideal, sino por cómo se vive y administra. Si queremos construir una sociedad más justa, debemos empezar por tratar con justicia a quienes han dado su tiempo, su salud y su corazón por ese sueño. De lo contrario, nos quedaremos solos, rodeados de discursos vacíos y cuadros rotos, mientras el pueblo mira hacia otro lado.