lunes, 30 de junio de 2025

Reflexiones


Es un hecho que resulta, cuanto menos, inquietante observar cómo en la arena política se termina apoyando o premiando a ciertos líderes cuya gestión previa está teñida de sombras, mientras aquellos que trabajan con autenticidad y cercanía al pueblo, día a día y desde la transparencia, suelen quedar en el olvido. Es como si la lógica del poder no respondiera ya a criterios de ética, experiencia o compromiso, sino más bien a una especie de magnetismo oscuro que seduce a las multitudes hacia lo más elemental, lo más visceral.

Vemos cómo se exalta lo irracional por encima del sentido común; cómo figuras como Javier Milei o Donald Trump logran posicionarse no a pesar de su desprecio por la razón, sino justamente por ello. Su discurso caótico, su rechazo a los consensos mínimos de civilidad, lejos de alejar a sus seguidores, los acerca aún más, como si la sociedad moderna hubiera desarrollado una especie de adicción al espectáculo de la confrontación y la ruptura.

También asistimos impotentes al respaldo tácito —y a veces explícito— hacia líderes acusados de crímenes de lesa humanidad, como es el caso de Benjamin Netanyahu. Más allá de las complejidades geopolíticas, lo que queda en evidencia es una moral selectiva, donde el poder y los intereses geopolíticos terminan decidiendo quién merece ser juzgado y quién puede seguir actuando bajo la protección de la impunidad.

Ante este panorama, uno no puede evitar preguntarse si la humanidad no está condenada a repetir ciclos de autoritarismo, corrupción y violencia porque así lo desea. Como si existiera una pulsión colectiva hacia la autodestrucción, una especie de masoquismo histórico que nos lleva una y otra vez a elegir a nuestros verdugos, creyendo que esta vez será diferente.

No faltan los nombres de héroes pasados que evocamos con nostalgia: Bolívar, Sucre, El Che, Chávez… Pero ni los mártires ni los redentores pueden salvar a un pueblo que no quiere verse reflejado en el espejo de su propia realidad. La verdadera transformación solo es posible cuando hay conciencia, cuando se rompe la ilusión y se asume la responsabilidad colectiva.

Hoy no necesitamos más salvadores mesiánicos; hoy lo que urge es despertar. Despertar del sueño de la indiferencia, de la comodidad del conformismo, del miedo a pensar distinto. Porque sin conciencia crítica, cualquier cambio es fugaz, cualquier revolución termina corrompiéndose, y cualquier esperanza, tarde o temprano, se diluye entre las sombras de la historia.

domingo, 29 de junio de 2025

La sobreexplotación de los cuadros de la revolución: entre el sacrificio y el abandono

En toda revolución, los cuadros —esas mujeres y hombres comprometidos con un proyecto colectivo de transformación social— son piezas fundamentales. Son quienes llevan a cabo las tareas más arduas, quienes se enfrentan al desgaste cotidiano de construir desde las bases una nueva sociedad, muchas veces sin condiciones dignas ni reconocimiento institucional. Pero en muchos procesos revolucionarios, especialmente en momentos de mayor dificultad o estancamiento, se ha venido repitiendo un patrón preocupante: la sobreexplotación de los cuadros, seguida por su abandono cuando ya no son útiles o cuando comienzan a cuestionar prácticas que contradicen los principios mismos del proceso.

Los cuadros suelen ser reclutados entre las filas del pueblo, aquellos que han vivido históricamente la exclusión y la injusticia. Su compromiso inicial es genuino, nace muchas veces de la experiencia directa de haber sido liberados de condiciones opresivas gracias al giro político hacia un modelo socialista. Muchos de ellos asumen cargos públicos, misiones sociales, responsabilidades políticas y comunitarias con entusiasmo y dedicación absoluta. Se convierten en multiplicadores de ideas, en gestores de cambios reales, en defensores de una causa que creen justa y necesaria.

Sin embargo, en lugar de cuidar esta base humana, en muchos casos se los utiliza como mano de obra barata y desgastable. No reciben salarios acordes a su labor, carecen de estabilidad laboral, están permanentemente expuestos al agotamiento físico y emocional, y muchas veces deben sacrificar su vida personal, familiar y profesional para cumplir con las exigencias del partido o gobierno.

El problema se agudiza cuando estos cuadros, tras años de entrega, empiezan a mostrar signos de desgaste. Muchos caen enfermos, otros pierden la motivación, algunos incluso empiezan a expresar críticas legítimas sobre la dirección del proceso. Y ahí es donde aparece el otro lado de la moneda: en vez de apoyarlos, escucharlos o integrar sus reflexiones en el debate interno, son marginados, ignorados o simplemente descartados.

No hay redes de protección social real para ellos. Muchas veces, al dejar sus cargos por razones de salud o disidencia, se encuentran sin empleo, sin pensión, sin respaldo. El sistema que ayudaron a sostener los deja solos. Esta situación no solo es injusta, sino profundamente contradictoria con los valores de solidaridad, equidad y humanismo que se supone sustentan al modelo socialista.

Este trato hacia los cuadros no es un detalle menor. Es un síntoma de cómo ciertos vicios burocráticos, clientelares y autoritarios siguen operando dentro de estructuras que se proclaman revolucionarias. La falta de transparencia, la centralización excesiva del poder, la imposición vertical de decisiones, la desconfianza ante la crítica constructiva y la cultura del "parche" (soluciones improvisadas en lugar de políticas sostenibles) van minando poco a poco la base moral y política del proceso.

Lo paradójico es que muchas de las fallas que socavan al modelo no provienen de los errores del socialismo en sí, sino de la persistencia de viejas prácticas heredadas del capitalismo y del autoritarismo: el uso instrumental de las personas, la desvalorización del trabajo político, la desconexión con las bases populares, el culto a la figura del líder indiscutible, la ausencia de canales democráticos reales de participación.

Cuando los cuadros más comprometidos son desechados, el mensaje implícito llega también al pueblo: “tu esfuerzo no importa”, “la lealtad no tiene garantías”, “las voces críticas no tienen lugar”. Esto genera un efecto devastador: despolitización y desmotivación masiva. Las comunidades comienzan a distanciarse de la política, porque ven que quienes más hicieron por el cambio terminan abandonados o silenciados.

La despolitización del pueblo es uno de los mayores riesgos para cualquier proceso transformador. Porque sin pueblo organizado, consciente y movilizado, cualquier avance puede retroceder o convertirse en una fachada vacía.

Si queremos salvar lo valioso de los procesos revolucionarios, es urgente recuperar el sentido humanista y comunitario que debe guiar al socialismo. Eso implica:

- Reconocer y valorar el trabajo político como un servicio social fundamental, dotándolo de condiciones dignas.
- Crear mecanismos de protección social y sanitaria para quienes dedican su vida a la construcción colectiva.
- Promover espacios democráticos internos donde las críticas sean bienvenidas y no castigadas.
- Devolverle protagonismo al pueblo, no como masa electoral pasiva, sino como sujeto activo de la historia.
- Combatir con honestidad los vicios internos, empezando por la corrupción, la burocracia inútil y la reproducción de dinámicas autoritarias.

La revolución no fracasa por su ideal, sino por cómo se vive y administra. Si queremos construir una sociedad más justa, debemos empezar por tratar con justicia a quienes han dado su tiempo, su salud y su corazón por ese sueño. De lo contrario, nos quedaremos solos, rodeados de discursos vacíos y cuadros rotos, mientras el pueblo mira hacia otro lado.

Superando la cultura de la inmediatez y el formalismo


En el actual proceso de construcción del Estado Comunal, existe una peligrosa tendencia a privilegiar la forma sobre el fondo, los números sobre la sustancia, los resultados inmediatos sobre los procesos orgánicos. Esta dinámica, lejos de fortalecer el poder popular, amenaza con convertirlo en una estructura vacía, carente del contenido revolucionario que debe caracterizarlo.  

El afán por mostrar logros cuantitativos ha llevado en muchos casos a descuidar lo esencial: la construcción paciente y consciente de una verdadera organización popular. Se declaran salas y gabinetes de gobierno comunal constituidas sin el debido proceso de maduración colectiva, se conforman consejos comunales que existen más en el papel que en la práctica, y se ejecutan proyectos diseñados verticalmente en lugar de surgir de diagnósticos participativos. Esta forma de proceder no hace más que reproducir, bajo nuevos ropajes, los vicios del viejo sistema que pretendemos superar.  

Un problema especialmente grave es el fenómeno del reciclaje permanente de voceros y dirigentes. Cuando los mismos rostros se perpetúan en los espacios de dirección, estamos ante un claro indicio de que no se está cumpliendo con el objetivo fundamental de politizar y formar a las bases. El poder popular debe ser escuela de nuevos liderazgos, espacio donde surjan y se desarrollen capacidades en todos sus integrantes. La rotación de funciones no es una formalidad, sino una necesidad democrática que garantiza que el conocimiento y la capacidad de dirección se socialicen.  

Estas deformaciones tienen su origen en múltiples factores: la presión por mostrar resultados rápidos que "demuestren" el avance del proceso, la comodidad de trabajar con cuadros ya conocidos en lugar de formar nuevos, y en algunos casos, el temor a un verdadero empoderamiento popular que cuestione estructuras de poder enquistadas. Superar estos obstáculos requiere de voluntad política y claridad conceptual.  

El camino correcto implica privilegiar la calidad sobre la cantidad, entender que los procesos organizativos genuinos requieren tiempo y paciencia histórica. Significa promover una formación política profunda que vaya más allá de la instrucción técnica, capaz de desarrollar conciencia crítica. Exige mecanismos reales de rotación de funciones y rendición de cuentas. Sobre todo, demanda comprender que el Estado Comunal no se decreta, como bien lo señaló el Comandante Hugo Chávez.

La revolución bolivariana tiene ante sí el desafío de demostrar que el poder popular no es un eslogan, sino una práctica concreta de transformación social. Solo superando la cultura del atajo y el formalismo podremos hacer del Estado Comunal esa alternativa real y civilizatoria al modelo capitalista que aspiramos construir.

sábado, 21 de junio de 2025

La importancia de contar nuestra historia

La historia, tal como nos ha sido transmitida, es en gran medida la narrativa del vencedor sobre el vencido, del colonizador sobre el colonizado. Es un relato construido para justificar el poder, borrar identidades y perpetuar estructuras de dominación. Por eso, recuperar y contar nuestra propia historia no es solo un ejercicio de memoria, sino un acto político, un gesto de emancipación y rebeldía frente a los discursos hegemónicos que buscan definir quiénes somos y qué valor tenemos.  

Al narrar nuestra historia desde nuestra voz, desmontamos los mitos impuestos y cuestionamos las verdades absolutas que nos han enseñado. Comprendemos que la cosmovisión que hoy define nuestro presente —con sus normas éticas, morales, culturales y sociales— no fue diseñada para nuestro bienestar, sino para someternos, para alienarnos de nuestras raíces y legitimar la opresión. Reivindicar nuestra memoria es, entonces, recuperar el poder de nombrarnos, de definir nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo.  

Pero contar nuestra historia no se limita a recordar el pasado; es también construir futuro. Es reconocer las luchas de quienes nos precedieron, honrar su resistencia y continuar su camino. Es entender que la cultura, las tradiciones y los saberes ancestrales no son reliquias del pasado, sino herramientas vivas para enfrentar los desafíos del presente.  

En un mundo que insiste en homogenizar el pensamiento, narrar nuestra historia es un acto de descolonización mental y espiritual. Es afirmar que existimos, que resistimos y que nuestras voces, silenciadas por siglos, merecen ser escuchadas. Porque solo cuando conocemos nuestra verdadera historia podemos romper las cadenas de la dependencia intelectual y emocional, y caminar hacia una auténtica libertad.  

La historia no es solo lo que fue, sino lo que decidimos recordar y transmitir.