martes, 1 de julio de 2025

Reflexiones II



En el proceso de descolonización del pensamiento impulsado por la Revolución Bolivariana liderada por el Comandante Hugo Chávez, uno de los primeros gestos simbólicos fue el cambio del nombre del Estado venezolano, que pasó de llamarse simplemente “Venezuela” a “República Bolivariana de Venezuela”, como parte de la nueva Constitución Nacional promulgada en 1999 . Este cambio no fue únicamente un homenaje —merecido— al Padre de la Patria, Simón Bolívar, sino una afirmación política que buscaba reactivar su legado como proyecto emancipador y liberador.

Bolívar dejó de ser solo un personaje histórico para convertirse en referente ideológico y moral de un nuevo imaginario colectivo. Se trató de una reinterpretación del pasado desde una perspectiva crítica, orientada a construir una identidad nacional basada en la soberanía, la justicia social y la resistencia frente a las formas heredadas de dominación externa e interna. En este sentido, hablar de comunas y poder popular es, en última instancia, hablar de Bolívar, de su visión federalista, de su apuesta por una nación articulada desde lo local, lo comunitario, lo autogestionado.

Este giro también se expresó en múltiples ámbitos, entre ellos la educación. La creación de instituciones como la Universidad Bolivariana de las Comunas fue un ejemplo del esfuerzo por articular un modelo pedagógico comprometido con el poder popular, la participación ciudadana y la transformación social. No se trataba solamente de formar técnicos o profesionales, sino de formar sujetos políticos capaces de cuestionar estructuras de poder, repensar modelos de organización comunitaria y contribuir a la construcción de un nuevo orden social.

Es por esto que, desde un análisis semántico, resulta difícil comprender el posterior cambio de nombre de la institución, pasando de Universidad Bolivariana de las Comunas a Universidad Nacional de las Comunas. Esta transición simbólica puede interpretarse como parte de un proceso de reconfiguración ideológica, donde se busca ampliar la base de legitimidad o distanciarse simbólicamente del chavismo original, sin necesariamente romper con sus bases estructurales . No se trata de emitir juicios definitivos, sino de reconocer que el uso de ciertos términos refleja cambios profundos en cómo se entiende la nación, la revolución y la educación.

Un aspecto clave de este proceso es el papel del pensamiento crítico dentro del sistema educativo. Desde una perspectiva inspirada en la pedagogía liberadora de Paulo Freire, la universidad no debe ser un espacio donde se reproduce pasivamente el conocimiento establecido, sino un lugar donde se cuestionan narrativas oficiales, se promueve el diálogo intercultural y se fomenta una conciencia histórica consciente de su contexto. Solo así es posible avanzar en una verdadera descolonización del conocimiento, entendida como un proceso que revisa críticamente los modelos cognitivos heredados del colonialismo y propone nuevas formas de saber y hacer desde las comunidades y los pueblos originarios.

Por eso, si bien el legado de Bolívar continúa siendo un pilar importante en la identidad nacional, urge seguir preguntándonos:  
¿Qué significa hoy ser bolivariano?  
¿Qué significa hoy ser nacionalista?
¿Cómo mantener viva la apuesta por una educación liberadora en contextos cambiantes?  
¿Cómo asegurar que las instituciones siguen siendo espacios de transformación y no solo de reproducción del statu quo?

La respuesta a estas preguntas no está escrita, pero debe surgir desde una mirada crítica, participativa,  profundamente humana y desde las bases del pueblo.

lunes, 30 de junio de 2025

Reflexiones


Es un hecho que resulta, cuanto menos, inquietante observar cómo en la arena política se termina apoyando o premiando a ciertos líderes cuya gestión previa está teñida de sombras, mientras aquellos que trabajan con autenticidad y cercanía al pueblo, día a día y desde la transparencia, suelen quedar en el olvido. Es como si la lógica del poder no respondiera ya a criterios de ética, experiencia o compromiso, sino más bien a una especie de magnetismo oscuro que seduce a las multitudes hacia lo más elemental, lo más visceral.

Vemos cómo se exalta lo irracional por encima del sentido común; cómo figuras como Javier Milei o Donald Trump logran posicionarse no a pesar de su desprecio por la razón, sino justamente por ello. Su discurso caótico, su rechazo a los consensos mínimos de civilidad, lejos de alejar a sus seguidores, los acerca aún más, como si la sociedad moderna hubiera desarrollado una especie de adicción al espectáculo de la confrontación y la ruptura.

También asistimos impotentes al respaldo tácito —y a veces explícito— hacia líderes acusados de crímenes de lesa humanidad, como es el caso de Benjamin Netanyahu. Más allá de las complejidades geopolíticas, lo que queda en evidencia es una moral selectiva, donde el poder y los intereses geopolíticos terminan decidiendo quién merece ser juzgado y quién puede seguir actuando bajo la protección de la impunidad.

Ante este panorama, uno no puede evitar preguntarse si la humanidad no está condenada a repetir ciclos de autoritarismo, corrupción y violencia porque así lo desea. Como si existiera una pulsión colectiva hacia la autodestrucción, una especie de masoquismo histórico que nos lleva una y otra vez a elegir a nuestros verdugos, creyendo que esta vez será diferente.

No faltan los nombres de héroes pasados que evocamos con nostalgia: Bolívar, Sucre, El Che, Chávez… Pero ni los mártires ni los redentores pueden salvar a un pueblo que no quiere verse reflejado en el espejo de su propia realidad. La verdadera transformación solo es posible cuando hay conciencia, cuando se rompe la ilusión y se asume la responsabilidad colectiva.

Hoy no necesitamos más salvadores mesiánicos; hoy lo que urge es despertar. Despertar del sueño de la indiferencia, de la comodidad del conformismo, del miedo a pensar distinto. Porque sin conciencia crítica, cualquier cambio es fugaz, cualquier revolución termina corrompiéndose, y cualquier esperanza, tarde o temprano, se diluye entre las sombras de la historia.

domingo, 29 de junio de 2025

La sobreexplotación de los cuadros de la revolución: entre el sacrificio y el abandono

En toda revolución, los cuadros —esas mujeres y hombres comprometidos con un proyecto colectivo de transformación social— son piezas fundamentales. Son quienes llevan a cabo las tareas más arduas, quienes se enfrentan al desgaste cotidiano de construir desde las bases una nueva sociedad, muchas veces sin condiciones dignas ni reconocimiento institucional. Pero en muchos procesos revolucionarios, especialmente en momentos de mayor dificultad o estancamiento, se ha venido repitiendo un patrón preocupante: la sobreexplotación de los cuadros, seguida por su abandono cuando ya no son útiles o cuando comienzan a cuestionar prácticas que contradicen los principios mismos del proceso.

Los cuadros suelen ser reclutados entre las filas del pueblo, aquellos que han vivido históricamente la exclusión y la injusticia. Su compromiso inicial es genuino, nace muchas veces de la experiencia directa de haber sido liberados de condiciones opresivas gracias al giro político hacia un modelo socialista. Muchos de ellos asumen cargos públicos, misiones sociales, responsabilidades políticas y comunitarias con entusiasmo y dedicación absoluta. Se convierten en multiplicadores de ideas, en gestores de cambios reales, en defensores de una causa que creen justa y necesaria.

Sin embargo, en lugar de cuidar esta base humana, en muchos casos se los utiliza como mano de obra barata y desgastable. No reciben salarios acordes a su labor, carecen de estabilidad laboral, están permanentemente expuestos al agotamiento físico y emocional, y muchas veces deben sacrificar su vida personal, familiar y profesional para cumplir con las exigencias del partido o gobierno.

El problema se agudiza cuando estos cuadros, tras años de entrega, empiezan a mostrar signos de desgaste. Muchos caen enfermos, otros pierden la motivación, algunos incluso empiezan a expresar críticas legítimas sobre la dirección del proceso. Y ahí es donde aparece el otro lado de la moneda: en vez de apoyarlos, escucharlos o integrar sus reflexiones en el debate interno, son marginados, ignorados o simplemente descartados.

No hay redes de protección social real para ellos. Muchas veces, al dejar sus cargos por razones de salud o disidencia, se encuentran sin empleo, sin pensión, sin respaldo. El sistema que ayudaron a sostener los deja solos. Esta situación no solo es injusta, sino profundamente contradictoria con los valores de solidaridad, equidad y humanismo que se supone sustentan al modelo socialista.

Este trato hacia los cuadros no es un detalle menor. Es un síntoma de cómo ciertos vicios burocráticos, clientelares y autoritarios siguen operando dentro de estructuras que se proclaman revolucionarias. La falta de transparencia, la centralización excesiva del poder, la imposición vertical de decisiones, la desconfianza ante la crítica constructiva y la cultura del "parche" (soluciones improvisadas en lugar de políticas sostenibles) van minando poco a poco la base moral y política del proceso.

Lo paradójico es que muchas de las fallas que socavan al modelo no provienen de los errores del socialismo en sí, sino de la persistencia de viejas prácticas heredadas del capitalismo y del autoritarismo: el uso instrumental de las personas, la desvalorización del trabajo político, la desconexión con las bases populares, el culto a la figura del líder indiscutible, la ausencia de canales democráticos reales de participación.

Cuando los cuadros más comprometidos son desechados, el mensaje implícito llega también al pueblo: “tu esfuerzo no importa”, “la lealtad no tiene garantías”, “las voces críticas no tienen lugar”. Esto genera un efecto devastador: despolitización y desmotivación masiva. Las comunidades comienzan a distanciarse de la política, porque ven que quienes más hicieron por el cambio terminan abandonados o silenciados.

La despolitización del pueblo es uno de los mayores riesgos para cualquier proceso transformador. Porque sin pueblo organizado, consciente y movilizado, cualquier avance puede retroceder o convertirse en una fachada vacía.

Si queremos salvar lo valioso de los procesos revolucionarios, es urgente recuperar el sentido humanista y comunitario que debe guiar al socialismo. Eso implica:

- Reconocer y valorar el trabajo político como un servicio social fundamental, dotándolo de condiciones dignas.
- Crear mecanismos de protección social y sanitaria para quienes dedican su vida a la construcción colectiva.
- Promover espacios democráticos internos donde las críticas sean bienvenidas y no castigadas.
- Devolverle protagonismo al pueblo, no como masa electoral pasiva, sino como sujeto activo de la historia.
- Combatir con honestidad los vicios internos, empezando por la corrupción, la burocracia inútil y la reproducción de dinámicas autoritarias.

La revolución no fracasa por su ideal, sino por cómo se vive y administra. Si queremos construir una sociedad más justa, debemos empezar por tratar con justicia a quienes han dado su tiempo, su salud y su corazón por ese sueño. De lo contrario, nos quedaremos solos, rodeados de discursos vacíos y cuadros rotos, mientras el pueblo mira hacia otro lado.

Superando la cultura de la inmediatez y el formalismo


En el actual proceso de construcción del Estado Comunal, existe una peligrosa tendencia a privilegiar la forma sobre el fondo, los números sobre la sustancia, los resultados inmediatos sobre los procesos orgánicos. Esta dinámica, lejos de fortalecer el poder popular, amenaza con convertirlo en una estructura vacía, carente del contenido revolucionario que debe caracterizarlo.  

El afán por mostrar logros cuantitativos ha llevado en muchos casos a descuidar lo esencial: la construcción paciente y consciente de una verdadera organización popular. Se declaran salas y gabinetes de gobierno comunal constituidas sin el debido proceso de maduración colectiva, se conforman consejos comunales que existen más en el papel que en la práctica, y se ejecutan proyectos diseñados verticalmente en lugar de surgir de diagnósticos participativos. Esta forma de proceder no hace más que reproducir, bajo nuevos ropajes, los vicios del viejo sistema que pretendemos superar.  

Un problema especialmente grave es el fenómeno del reciclaje permanente de voceros y dirigentes. Cuando los mismos rostros se perpetúan en los espacios de dirección, estamos ante un claro indicio de que no se está cumpliendo con el objetivo fundamental de politizar y formar a las bases. El poder popular debe ser escuela de nuevos liderazgos, espacio donde surjan y se desarrollen capacidades en todos sus integrantes. La rotación de funciones no es una formalidad, sino una necesidad democrática que garantiza que el conocimiento y la capacidad de dirección se socialicen.  

Estas deformaciones tienen su origen en múltiples factores: la presión por mostrar resultados rápidos que "demuestren" el avance del proceso, la comodidad de trabajar con cuadros ya conocidos en lugar de formar nuevos, y en algunos casos, el temor a un verdadero empoderamiento popular que cuestione estructuras de poder enquistadas. Superar estos obstáculos requiere de voluntad política y claridad conceptual.  

El camino correcto implica privilegiar la calidad sobre la cantidad, entender que los procesos organizativos genuinos requieren tiempo y paciencia histórica. Significa promover una formación política profunda que vaya más allá de la instrucción técnica, capaz de desarrollar conciencia crítica. Exige mecanismos reales de rotación de funciones y rendición de cuentas. Sobre todo, demanda comprender que el Estado Comunal no se decreta, como bien lo señaló el Comandante Hugo Chávez.

La revolución bolivariana tiene ante sí el desafío de demostrar que el poder popular no es un eslogan, sino una práctica concreta de transformación social. Solo superando la cultura del atajo y el formalismo podremos hacer del Estado Comunal esa alternativa real y civilizatoria al modelo capitalista que aspiramos construir.

sábado, 21 de junio de 2025

La importancia de contar nuestra historia

La historia, tal como nos ha sido transmitida, es en gran medida la narrativa del vencedor sobre el vencido, del colonizador sobre el colonizado. Es un relato construido para justificar el poder, borrar identidades y perpetuar estructuras de dominación. Por eso, recuperar y contar nuestra propia historia no es solo un ejercicio de memoria, sino un acto político, un gesto de emancipación y rebeldía frente a los discursos hegemónicos que buscan definir quiénes somos y qué valor tenemos.  

Al narrar nuestra historia desde nuestra voz, desmontamos los mitos impuestos y cuestionamos las verdades absolutas que nos han enseñado. Comprendemos que la cosmovisión que hoy define nuestro presente —con sus normas éticas, morales, culturales y sociales— no fue diseñada para nuestro bienestar, sino para someternos, para alienarnos de nuestras raíces y legitimar la opresión. Reivindicar nuestra memoria es, entonces, recuperar el poder de nombrarnos, de definir nuestra identidad y nuestro lugar en el mundo.  

Pero contar nuestra historia no se limita a recordar el pasado; es también construir futuro. Es reconocer las luchas de quienes nos precedieron, honrar su resistencia y continuar su camino. Es entender que la cultura, las tradiciones y los saberes ancestrales no son reliquias del pasado, sino herramientas vivas para enfrentar los desafíos del presente.  

En un mundo que insiste en homogenizar el pensamiento, narrar nuestra historia es un acto de descolonización mental y espiritual. Es afirmar que existimos, que resistimos y que nuestras voces, silenciadas por siglos, merecen ser escuchadas. Porque solo cuando conocemos nuestra verdadera historia podemos romper las cadenas de la dependencia intelectual y emocional, y caminar hacia una auténtica libertad.  

La historia no es solo lo que fue, sino lo que decidimos recordar y transmitir.

miércoles, 19 de febrero de 2025

Las bases del PSUV toman la palabra

Los días 22 y 23 de febrero de 2025, las bases del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) protagonizarán un momento histórico: la postulación de candidatos y candidatas a Gobernaciones, Diputaciones a la Asamblea Nacional y Legislaturas Estadales. Este proceso, que se llevará a cabo en asambleas populares, es un ejemplo contundente de cómo la democracia participativa y protagónica se construye desde las bases, sin imposiciones ni líneas partidistas. No se trata de designar nombres desde arriba, sino de que sean los hombres y mujeres del pueblo, aquellos que trabajan día a día en sus comunidades, quienes sean visibilizados y postulados por sus comunidades.  

Para estas asambleas, no deben haber campañas electorales, ni culto a la personalidad. Lo que cuenta es el trabajo honesto, la dedicación y el compromiso con la revolución bolivariana. Las bases tienen la palabra, y son ellas quienes, en un ejercicio de verdadera democracia, decidirán quiénes serán sus candidatos. Este proceso es una oportunidad para dejar atrás los egos y las ambiciones personales, y para recordar que la unidad es nuestra principal fortaleza.  

La idea no es imponer nombres, sino que sean los propios militantes, aquellos que conocen las necesidades de su territorio, quienes postulen y sean elegidos. Esto garantiza que los candidatos sean verdaderos representantes de las bases, y no figuras impuestas que no responden a los intereses del pueblo. Es un proceso que fortalece la democracia interna del partido y que refuerza el compromiso con la revolución.  

Sin embargo, este proceso también nos llama a la reflexión. Si permitimos que los intereses individuales y las posiciones egoístas se impongan, corremos el riesgo de dividirnos y debilitar nuestra fuerza como partido de Gobierno. El 27 de abril nos espera una batalla crucial, y no podemos darnos el lujo de llegar divididos. La unidad es nuestra principal arma, y debemos cuidarla como el tesoro más preciado que tenemos.  

Estas postulaciones son una oportunidad para demostrar que el PSUV es un partido que cree en el poder del pueblo, en la democracia real y en la participación activa de sus militantes. No se trata de ganar posiciones individuales, sino de fortalecer el proyecto colectivo que representa la revolución bolivariana. Cada postulación, cada decisión, debe estar orientada a garantizar que seguimos avanzando juntos, sin divisiones ni egoísmos.  

En este contexto, es fundamental que las bases asuman este proceso con responsabilidad y compromiso. Debemos postular y elegir a quienes realmente representen nuestros intereses, a quienes hayan demostrado con hechos su dedicación a la comunidad y a la revolución. No podemos permitir que intereses ajenos al pueblo se infiltren en este proceso. La revolución necesita de todos y todas, pero especialmente de aquellos que trabajan sin descanso por el bien común.  

Finalmente, este proceso es un llamado a la unidad y a la conciencia revolucionaria. Las postulaciones de candidatos no son un fin en sí mismas, sino un medio para fortalecer nuestra lucha y garantizar que el PSUV siga siendo el instrumento político del pueblo. Debemos recordar que, más allá de las diferencias individuales, lo que nos une es el compromiso con la patria y con el proyecto socialista que hemos construido juntos.  

El 22 y 23 de febrero, las bases del PSUV tienen una cita con la historia. Es el momento de demostrar que la verdadera democracia se construye desde abajo, con el pueblo como protagonista. 

Chávez vive en el pueblo organizado ....!!!

viernes, 14 de febrero de 2025

Momento histórico

La Revolución Bolivariana no es un monumento estático, sino un río que avanza con la fuerza del pueblo. Sin embargo, en su cauce se han enquistado piedras que, aunque pequeñas, buscan desviar su curso. No son enemigos declarados, sino actores que se mimetizan con el discurso revolucionario mientras cavan trincheras para sus intereses. A estos grupos los llamamos El Club de amigos: por su habilidad para disfrazar su ambición bajo el manto de la lealtad. Son los que traicionan sin hacer ruido, los que usan la bandera roja como escudo para saquear. 

El Comandante Chávez, con lucidez profética, advirtió que el peor peligro no estaba en Miraflores, sino en los pasillos donde se conspira con sonrisas cómplices. “El Club de amigos” son herederos de esa vieja práctica: se infiltran en instituciones, cooptan recursos y convierten la militancia en un trampolín para ascender, no para servir. Hablan de socialismo, pero sus acciones huelen a capitalismo de compadres. Se presentan como guardianes de la ortodoxia, pero su único dogma es el beneficio propio. 

¿Cómo operan? Crean redes de complicidad, prometen protección a cambio de silencio y convierten la crítica en herejía. Su arma no es la confrontación, sino la cooptación: ofrecen cargos, prebendas o reconocimientos a quienes se plieguen, mientras aíslan a los que exigen transparencia. Así, vacían la Revolución de contenido, reduciéndola a una fachada donde lo colectivo se somete a lo clientelar. No les importa el pueblo; les importa su cuota de poder. 

A la militancia del PSUV corresponde una tarea urgente: desenmascararlos. No basta con gritar consignas; hay que ejercer la crítica honesta y la vigilancia activa. El Club de amigos prospera en la pasividad, en el “no te metas”, en el miedo a cuestionar al compañero con influencias. Pero la lealtad a Chávez no se mide por los años en un cargo, sino por el compromiso con los humildes. Quien calla ante la corrupción, aunque vista de rojo, es cómplice de la contrarrevolución. 

Estos grupos apuestan al cansancio, a la desesperanza. Saben que si logran que las bases bajen la guardia, podrán reemplazar el proyecto histórico por una caricatura burocrática. Por eso, la respuesta debe ser organización popular: asambleas de ciudadanos, medios comunitarios que informen, colectivos que ocupen espacios sin pedir permiso. La Revolución no se defiende con decretos, sino con pueblo movilizado y consciente. 

Hay que recordar las palabras del Comandante: “Revolución es radicalidad”. Radicalidad no significa intolerancia, sino profundizar la democracia participativa, incluso cuando eso implique remover a quienes se aferran a privilegios. “El Club de amigos” teme a las comunas, a los consejos comunales, al pueblo organizado, a todo poder que no controlen. Por eso, construir desde abajo es la mejor forma de dejarlos sin terreno. 

No hay tiempo para ingenuidades. La historia de América Latina está plagada de procesos traicionados desde dentro. “El Club de amigos* no es una excepción, sino un síntoma de las debilidades que toda revolución debe superar. Su existencia no es una derrota, sino una prueba de fuego: ¿estamos dispuestos a priorizar el bien común sobre los intereses de grupo? La respuesta define si somos chavistas de verdad o cómplices del retroceso. 

Avanzar implica dejar atrás lo que frena. “El Club de amigos" quiere que la Revolución se convierta en un club de beneficiarios, pero el pueblo tiene la llave para cerrarles la puerta. Sigamos el ejemplo de los que luchan en los barrios, de los que enseñan en las escuelas, de los que siembran en los campos. Ellos, sin títulos ni cargos, encarnan el socialismo. Que los oportunistas se queden hablando solos; la Patria sigue su marcha.  

Chávez vive en el pueblo organizado

¡Con el morral al hombro y Chávez en el corazón: la lucha continua!

En el imaginario revolucionario, el morral del Comandante Chávez no es solo un símbolo, sino un arcón de memoria que carga las luchas de quienes, desde antes del 4 de febrero de 1992, sembraron las raíces de la rebeldía. La generación precursora, aquella que desafió dictaduras, resistió masacres y regó con sangre los caminos de la dignidad, no fue un accidente histórico: fue el germen de la Revolución Bolivariana. Sus mártires —desde Fabricio Ojeda hasta los caídos del 4 de Febrero— no son nombres olvidados, sino cimientos vivos de un proyecto que, décadas después, Chávez convertiría en bandera de pueblo. Sin su sacrificio, no habría habido un despertar.  

Chávez llegó como síntesis de esa herencia. No fue un mesías solitario, sino la voz colectiva de miles que, desde los cuarteles, las universidades y los barrios, anhelaban justicia. Su genio fue transformar el descontento en organización, la rabia en programa político. El Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 (MBR-200), y luego el MVR y el PSUV, no surgieron de la nada: fueron el fruto de décadas de resistencia, de ensayos y errores, de líderes anónimos que, incluso sin ver la victoria, creyeron en lo imposible. La generación fundadora no solo dio forma al proceso; le otorgó identidad. 
 
Pero una revolución no se sostiene solo con nostalgia. El morral de Chávez, metáfora de su legado, exige ser cargado por nuevas manos. La transferencia generacional no es un acto protocolario, sino una necesidad estratégica. Las juventudes de hoy no son “el futuro”: son parte activa del presente. Sin embargo, heredar no significa repetir. Se trata de reinterpretar las banderas anticoloniales y socialistas en un mundo donde el imperio ya no invade con tanques, sino con algoritmos. La guerra cognitiva, impulsada desde Washington a través de redes sociales y medios hegemónicos, busca fracturar la unidad, trivializar la historia y vaciar de contenido la palabra “revolución”.  

Aquí yace el desafío: ¿cómo pasar el testigo sin perder el rumbo? La generación fundadora tiene la responsabilidad de enseñar, pero también de escuchar. Las nuevas generaciones no deben ser espectadoras, sino constructoras de un socialismo adaptado a los códigos del siglo XXI. Esto implica reconocer errores —28 de julio— sin caer en la autodenigración. La autocrítica, cuando es honesta, fortalece; la soberbia, en cambio, abre brechas para el enemigo.  

El morral de Chávez guarda herramientas para esta batalla: educación popular, comunicación alternativa, organización comunal. Frente a la guerra mediática, hay que responder con pedagogía insurgente. Las redes sociales, en manos del pueblo, pueden ser trincheras de verdad. Los jóvenes, nativos digitales, tienen la capacidad de desmontar fake news con creatividad y rapidez, pero necesitan acceso a formación política y recursos. No se trata de competir con el imperio en su juego, sino de reescribir las reglas.  

La continuidad también demanda proteger lo conquistado. Las misiones sociales, la soberanía petrolera, la diplomacia de los pueblos —logros de la generación fundadora— no son reliquias museables, sino armas para enfrentar nuevas amenazas. Sin embargo, no basta con administrar lo existente; hay que innovar. La revolución tecnológica, entre
otras masivas respuestas audaces, donde la experiencia de los mayores y la osadía de los jóvenes se complementen.  

El 28 de julio fue una advertencia: sin participación protagónica, sin empoderar a las bases, el proceso se debilita. La revolución no es un partido de élites, sino un río donde deben caber todas las corrientes. Por eso, el morral debe pasar de mano en mano, sin que nadie pretenda clavarlo como trofeo. Las nuevas generaciones no están llamadas a ser “reemplazos”, sino herederas críticas y creadoras. Como dijo Chávez: “Nosotros no somos dueños de la historia, somos sus servidores”.  

Que el morral no se convierta en carga, sino en brújula. La Patria que soñaron los precursores, que Chávez hizo posible y que hoy defendemos, solo perdurará si entendemos que la revolución es un acto de amor colectivo que trasciende generaciones. A los jóvenes: estudien, organicen, cuestionen. A los fundadores: guíen, confíen, liberen espacios.

Juntos, como un solo pueblo, llevaremos este legado hasta la victoria final.  

¡Con el morral al hombro y Chávez en el corazón: la lucha continua!

Chávez vive en el pueblo organizado…!

martes, 11 de febrero de 2025

El PSUV: La necesidad de una renovación revolucionaria



El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) ha sido, sin duda, un pilar fundamental en la construcción del proyecto bolivariano. Desde su fundación, ha alcanzado grandes logros, como la consolidación de políticas sociales inclusivas, la defensa de la soberanía nacional y la promoción de una visión antiimperialista en América Latina. Sin embargo, dentro de su seno, persisten vicios que amenazan su capacidad para liderar los cambios profundos que la revolución requiere. El sectarismo, el club de amigos y el foquismo han limitado su desarrollo, alejándolo en ocasiones de las bases populares que deberían ser su principal sustento.

En este nuevo proceso de postulaciones de sus líderes, es imperativo que las postulaciones nazcan del pueblo. No pueden ser impuestas desde cúpulas alejadas de la realidad cotidiana de las comunidades. Deben ser los hombres y mujeres que trabajan codo a codo con el pueblo, quienes impulsen y desarrollen las políticas del Estado en beneficio de las mayorías. Solo así el PSUV podrá recuperar su esencia revolucionaria y mantenerse como un instrumento al servicio de las transformaciones sociales.

El presidente Nicolás Maduro Moros ha dado un paso crucial al otorgarle al pueblo el poder de elegir a sus líderes. Esta decisión refuerza el principio de que "solo el pueblo salva al pueblo", una máxima que debe guiar no solo este proceso electoral, sino también la construcción diaria de la revolución. La democracia participativa y protagónica, consagrada en la Constitución bolivariana, debe ser más que un discurso; debe materializarse en prácticas concretas que empoderen a las bases y fomenten la participación activa de todos los sectores populares.

Sin embargo, este proceso no estará exento de desafíos. El sectarismo y el clientelismo, arraigados en algunas estructuras partidistas, pueden intentar obstaculizar la verdadera participación popular. Es responsabilidad de todos los revolucionarios y revolucionarias garantizar que este proceso sea transparente, inclusivo y verdaderamente democrático. La revolución no puede permitirse reproducir los vicios del pasado; debe ser un espacio de renovación constante.

La elección de nuevos líderes debe estar acompañada de un compromiso firme con los principios socialistas. No se trata simplemente de cambiar caras, sino de impulsar un nuevo estilo de liderazgo, más cercano a las necesidades del pueblo, más crítico con los errores internos y más comprometido con la autocrítica y la rectificación. Solo así el PSUV podrá mantenerse como un faro de esperanza para las mayorías excluidas.

En este contexto, es fundamental recordar que la revolución bolivariana no es un proyecto de un partido, sino de todo un pueblo. El PSUV debe ser un instrumento al servicio de ese proyecto, no un fin en sí mismo. Su renovación y fortalecimiento son tareas urgentes, pero no pueden realizarse a espaldas de las bases populares. Por el contrario, deben ser el resultado de un diálogo franco y constructivo entre todos los sectores comprometidos con el socialismo.

El llamado es claro: este proceso postulaciones debe ser una oportunidad para revitalizar el PSUV y, con él, la revolución. Que sean las comunidades, los trabajadores, las mujeres, los jóvenes y los campesinos quienes decidan quiénes están mejor preparados para liderar este nuevo ciclo. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad más justa, más igualitaria y verdaderamente soberana.

La consigna sigue vigente: ¡Solo el pueblo salva al pueblo! Y hoy, más que nunca, es el momento de demostrarlo.

Chávez vive en el pueblo organizado

lunes, 6 de enero de 2025

Juramento

El 10 de enero, el pueblo venezolano se unirá en un acto simbólico y poderoso, juramentándose junto a su presidente, Nicolás Maduro Moros. Este juramento trasciende lo convencional; es un reto a la adversidad, una reafirmación de soberanía frente a los embates de quienes buscan desestabilizar nuestra nación. Cada juramento tiene su propio significado, y el de este año se ancla en un contexto de lucha constante, donde las adversidades no solo han sido soportadas, sino que han fortalecido el espíritu patriota. 

A pesar de los ataques que ha sufrido la revolución bolivariana —como los guiones terroristas, los bloqueos genocidas, los ataques sistemáticos a nuestra moneda y los intentos de invasión— el pueblo se mantiene firme. Esta resistencia es un testimonio de la voluntad de un colectivo que se niega a rendirse ante las fuerzas que buscan fragmentar nuestra identidad y nuestro futuro. En cada rincón de Venezuela, la voz del pueblo resuena con valentía, demostrando que la esperanza y la determinación son más poderosas que el miedo y la opresión.

Los apátridas y traidores, que intentan socavar nuestra fortaleza, muestran su desesperación en cada intento fallido. Su odio se manifiesta en acciones que buscan dividir, pero el pueblo de Venezuela se mantiene unido, sabiendo que su poder radica en la solidaridad. A pesar de las dificultades, el impulso hacia la democracia y el crecimiento económico sigue latente en el corazón de cada venezolano. Este juramento no solo es un acto de desafío; es una promesa de continuar construyendo un país donde se respete la dignidad de todos sus ciudadanos. 

En este camino, el liderazgo del presidente Nicolás Maduro Moros es fundamental. Su visión y compromiso con el pueblo guían este movimiento hacia un futuro mejor. Este 10 de enero marcamos no solo un juramento, sino el renacer de un compromiso colectivo para avanzar en la lucha por la justicia y la equidad, siempre con la mirada en el horizonte y la fe inquebrantable en la victoria. La revolución bolivariana sigue viva, y con ella, la esperanza de un mañana en paz y prosperidad.

Chávez vive en el pueblo organizado.